jueves, 4 de junio de 2009

217. Murakami Fever II



No veía claro que hubiera en mí nada que me hiciera superior al resto de los mortales. Al comentárselo, se echó a reír. —Es algo sencillísimo —me dijo—. Todo estriba en que me has buscado. Eso es lo que importa. —¿Y si te busca alguien más? —De momento, quien me ha buscado eres tú. Y, por otra parte, vales mucho más de lo que piensas. —¿Por qué crees que me subestimo? —le pregunté. —Pues porque sólo vives la mitad de tu vida —me respondió llanamente—.

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He aquí que las sombras de la prisión en torno a nuestro día crecen desbordando el azar...

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Ahora bien, ¿adónde hay que ir para encontrar algo que tenga sentido? ¿Adónde? No queda nadie que trabaje con honestidad, no nos hagamos ilusiones, del mismo modo que ya nadie respira ni mea con honestidad. Son actitudes que se extinguieron. —Antes no eras tan cínico —me espetó.

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Nuestra existencia es una sucesión de instantes aprisionados entre el «todo» que queda a nuestra espalda y la «nada» que tenemos delante. Y ahí no hay lugar para el azar, ni tampoco para lo posible.



—Los tiempos han cambiado —le dije—. Y el cambio de los tiempos ha traído el de muchas otras cosas. Aunque eso, al fin y al cabo, me parece bien. Todo se renueva. Nada que objetar.

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—Lo que te pasa es que te preocupas demasiado por lo que pueda ocurrir luego, y luego, y luego...

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Lo que quiero decir, en resumidas cuentas, es que no sé si vale la pena engendrar una nueva vida. Los niños crecen, las generaciones se suceden. Y ¿adónde conduce todo eso? Se allanarán más montañas, y se ganará más terreno al mar. Se inventarán vehículos cada vez más veloces, y más gatos morirán atropellados. ¿No tengo razón?



—Se acabó la canción. Sin embargo, la melodía todavía suena.

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Cierto autor ruso escribió que aunque el carácter puede cambiar, la mediocridad no tiene remedio. Los rusos, de vez en cuando, se descuelgan con frases redondas. Tal vez las meditan durante el invierno.

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El mundo... Esta palabra siempre me hace pensar en un gigantesco disco sostenido animosamente por un elefante que va montado sobre una tortuga. El elefante es incapaz de comprender la ayuda que le presta la tortuga, la cual, por su parte, no se hace cargo del esfuerzo que tiene que hacer el elefante. Así pues, ni el elefante ni la tortuga llegan a saber nunca cómo es el mundo.

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El mundo es mediocre. Eso no admite duda. ¿Quiere decirse con ello que el mundo es mediocre desde su origen? De ningún modo. El origen del mundo es el caos, y el caos no es mediocridad.

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—Todo el mundo tiene alguna cosa que no quiere perder. Y tú también, por descontado —respondió el hombre—. Somos profesionales en dar con ello. La gente debe tener algo a medio camino entre sus deseos y su orgullo, del mismo modo que todo objeto tiene su centro de gravedad, ¿no?

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—Si no te cojo de la mano, me da la impresión de que voy a ser arrebatada de tu lado y transportada a algún lugar absurdo.

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Volvimos al hotel, y nos dedicamos a copular. Me encanta el vocablo copular. Encarna una serie determinada y concreta de posibilidades, que conducen directamente al fin deseado.

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Tras dejar en orden el equipaje, nos dedicamos a copular durante un rato, y luego nos fuimos al cine. En la película, muchas parejas se dedicaban también a copular. Resulta divertido ver copular a los demás, al menos de vez en cuando.



Me entraron ganas de abandonar mi misión y lanzarme monte abajo sin más dilaciones. Pero tampoco eso conducía a nada. Estaba demasiado metido en aquel asunto para zafarme de él sin más. El recurso más fácil sería echarme a llorar dando voces, pero llorar tampoco conducía a ninguna parte. Puestos a llorar, había cosas que merecían más lágrimas, como bien sabía.

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—Dejémonos de principios generales, como te dije antes. Naturalmente, todos los seres humanos tienen su debilidad. Sin embargo, la verdadera debilidad escasea tanto como la verdadera fortaleza. Tú no sabes lo que es esa debilidad que te arrastra sin cesar a las tinieblas. Pero tal cosa existe, verdaderamente, en este mundo. No se puede reducir todo a generalidades.

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En realidad, tenía que esfumarse antes o después. En ti, en mí, en tantas chicas que hemos conocido, hay un algo que acaba esfumándose. Sabes que es así.


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Anduve bordeando el río hasta su desembocadura, y al llegar a los últimos cincuenta metros, ya de playa, me senté. Estuve llorando durante dos horas. No había llorado tanto desde que nací. Tras esas dos horas de llanto, conseguí incorporarme. No sabía adónde ir, pero me puse en pie y sacudí la arena que se me había adherido al pantalón. Ya había oscurecido. Al echar a andar, escuché a mi espalda el murmullo de las olas.


Fotografías de tomadas del flickr de Last Kokoro

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