miércoles, 17 de enero de 2007

10. Despertar vacío

El auto volvio a lanzarme al vacío. Hasta aquí, dijo. Mientras tanto la alarma no para de sonar justo a las cinco de la mañana. Entre sueños, cumplir la cita de ver Festen. Comparar. Mientras tanto percibir la ausencia que aún no es llenada. Expectativas. Miedos. Una historia inconclusa que pone los pelos de punta. Un libro de poemas terminando de escribirse. Corregir. Pedir opinión. Convertirse en verdugo, papel un tanto cómodo pero no amable: no con el que se identifica la concurrencia. Golpear la copa con el tenedor y proponer un brindis. Por las canciones que nos hieren. Por las herencias musicales. Por el orgullo y los miedos. Por el sufriemiento y la vacuidad con que algunos días despertamos. Afortunadamente a esta hora ya ha salido el sol y la luz invade mi casa, mi cuarto. Y a pesar del silencio de las paredes (apenas interrumpido por algunas notas que alguien dejó adrede en ellas) se comienza a sentir un gran calor. Afuera por supuesto el mundo sigue en movimiento. Gente desvelada por el trabajo. Gente de ojos llorosos que se abraza en despedida o de felicidad. Lenguas mordidas y sobre todo sangre. Yo me aferro a una esperanza ciega. Como la reconstrucción del templo: tres días fueron más que suficientes para que cayeran sus muros y se levantara. La moneda como se sabe está en el aire. Y yo por lo pronto brindo a la salud de la gente mediocre que piensa que sus grandes logros son fruto del durísimo trabajo al que se han sometido. Estó último, lo sé, no venía al caso, pero una voz me ordenó escribirlo.

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